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La azarosa historia de las incubadoras

Aunque hoy nos parezca increíble, las primeras incubadoras, equipos diseñados para elevar y mantener la temperatura corporal de un recién nacido, no se utilizaron en seres humanos, sino en las aves, o sea, en los pollitos acabados de salir del huevo. Por otro lado, las matronas, desde tiempos inmemoriales, habían alentado a las recién paridas a calentar a sus hijos con su propia piel y su aliento, pero los recién nacidos prematuros, o de bajo peso, se daban casi automáticamente por perdidos. Ni que decir que en aquellos tiempos las estadísticas de mortalidad infantil eran espantosas.

En 1857, en Burdeos, Francia, el médico Paul Denuce, copiando a los criadores de pollos, inventa una caja de latón de doble pared (el agua caliente se colocaba entre las dos paredes) para intentar salvar a los nacidos. En 1878, el ginecólogo parisino Stephane Tarnier da un gran paso al contratar a la criadora de pollos Odile Martin para que le fabrique una serie de incubadoras. No se conforma con esto sino que publica, años después, un estudio estadístico donde demuestra grandes ventajas de las incubadoras.

Ya en 1891 Alexander Lyons, también francés, comienza a fabricar incubadoras (couveuses) de manera industrial. Por una vez, los norteamericanos se retrasan en la introducción de un descubrimiento médico y no es hasta 1898 cuando el doctor Joseph Delee comienza a utilizarlas en Chicago. Ya en la primera década del siglo XX el profesor Pierre Budin y el norteamericano Julius Hess comienzan a interesarse seriamente en los recién nacidos, creando, sin querer, la neonatología, pero entonces ocurre una de esas desgracias que ponen barreras al desarrollo. Chapple, utilizando la incubadora de Hess modificada, le añade oxígeno libremente y se desata una epidemia de retinopatía por hiperoxigenación que dejó ciegos a una gran cantidad de prematuros en diferentes lugares del mundo.

Pero el escándalo llega con las ferias. Algunos doctores, buscando ganancias rápidas, comienzan a llevar a sus prematuros dentro de las incubadoras a las ferias. El caso del doctor Martin Couney es antológico: desde 1903 hasta 1940 presentó su show, -“¡Pase, pase y vea a los recién nacidos en sus incubadoras!”- cobrando entre 10 y 25 centavos, en el Luna Park de la playa de Coney Island, en Nueva York. Y se llenaba su carpa, ¡y de qué manera!

Paradójicamente, estos espectáculos circenses salvaron a muchos prematuros (había padres y madres que llevaban a sus hijos a Couney), al extremo de que el doctor Couney podía presentar jóvenes ya adultos que habían estado muchos años antes en sus incuba-doras de Coney Island. Y una curiosidad: durante varios años Couney tuvo contratado a un voceador (“¡Pasen, señores, pasen!”) llamado Archibald Leach que, con el tiempo, llegaría a ser la famosa estrella de Hollywood, conocido como Cary Grant.

Pero con la Segunda Guerra Mundial a las puertas, la mujer barbuda, el tragasables, el hombre de goma y el doctor Couney pasaron al olvido. En 1949 Pragel patentó la incubadora de traslado (portátil), se entendió bien la toxicidad por oxígeno, se estudiaron la fisiología y patología del recién nacido, y la tecnología eléctrica llegó a las incubadoras, que hoy son los sofisticados equipos multiusos que todos conocemos en nuestros hospitales.

En verdad, una azarosa –y a veces escandalosa– historia la de las incubadoras para recién nacidos de bajo peso.

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