
Félix Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía de la Universidad de La Habana
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El 24 de marzo de 1882, en una ponencia ante la Sociedad Fisiológica de Berlín, el Dr. Robert Koch anunció el descubrimiento del bacilo productor de la tuberculosis. Ese hecho marcó un rotundo éxito para la historia de la medicina y una bendición para la humanidad, pero también ese día se inició la desacralización de la “enfermedad blanca”, la tisis, la dolencia crónica, “la cosa vaga e indeterminada” (son palabras del propio Koch) que aportó el aura lánguida y elegante al romanticismo decimonónico.
Hasta el advenimiento de la modernidad, a fines del siglo XIX e inicio del XX, no se impuso la salud como una forma necesaria de vivir, un valor a defender ni un ideal a alcanzar. Así, la enfermedad se veía como un destino que no había más remedio que aceptar.
La tuberculosis, que se ensañaba sobre todo con los jóvenes, presentaba una sintomatología que se caracterizaba por su evolución crónica y progresiva, acompañada casi siempre con la exacerbación de la conciencia y la agudeza mental, y que se prestaba a verla –para el que quisiera mirarla así– como una forma superior de vivir la vida, aunque esta vida fuera, por demás, muy achacosa y breve.
Para el movimiento romántico, la tuberculosis se manifestaba como algo sensible, espiritual y de contenido etéreo. Se vivía la enfermedad como algo profundo, misterioso, angustioso, siniestro, pero al mismo tiempo “romántico” y hasta placentero. Era la “fiebre del crepúsculo” que se ansiaba padecer. La tuberculosis significaba poseer el “hábito tísico” tan amado, y hasta buscado, por los románticos. La tisis era la renuncia de lo mundano, la superación de lo trivial, el rechazo del materialismo burgués, era la forma “mórbida y bella” de vivir rápido y de morir joven dejando, por supuesto, un cadáver exquisito.
Schopenhauer aseguraba que la tuberculosis era una forma positiva de crear, porque debilitaba la voluntad y fortalecía la mente. La escritora y crítica literaria norteamericana Susan Sontag denominó a la tuberculosis y su idealización durante el periodo romántico como “el lado nocturno de la vida”.
Aunque tuberculosos creativos y famosos hubo siempre, en el periodo romántico se multiplicaron extraordinariamente. Bastan unos ejemplos: los pintores Amedeo Modigliani, Edvard Munch (su cuadro La niña enferma, retrato de su hermana Sofía, muerta de tuberculosis, es la primera representación expresionista de esta enfermedad), Eduardo Rosales, Juan Gris y María Blanchard; los escritores y poetas Alphonse de Lamartine, Antón Chéjov, Novalis, Gustavo Adolfo Bécquer, Friedrich von Schiller, las hermanas Charlotte, Emily y Anna Brontë, Jane Austen, Lord Byron (que más que padecerla añoraba la tuberculosis), Beatrice Hastings (una de las musas de Modigliani), Leopoldo Alas (Clarín), Robert Louis Stevenson, Teresa de la Parra y José Luis Hidalgo. Y también los músicos Frédéric Chopin, Niccolò Paganini, Carl Maria von Weber y Giacomo Puccini. Y las socialités, modelos y prostitutas de alcurnia Marie Rose Duplessis (la verdadera Dama de las Camelias), Lunia Czechowska y Jean Hébuterne (otra musa y esposa de Modigliani).
Pero esta vez, además de los personajes famosos de carne y hueso, se añadieron a la historia del romanticismo personajes de ficción que adquirieron la fama, entre otras cosas, por padecer tuberculosis: la modistilla Mimí de La bohème, Violeta Valery de La traviata y Margarita Gautier, que llevada al cine por Greta Garbo nos dice desde la pantalla: “Nunca estoy más bella que cuando me estoy muriendo”.