Avances en nuestra identidad

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Annabelle Rodríguez Llauger, MD
Médico-Psiquiatra
Diplomate of American Board of Psiquiatry and Neurology
Directora Médico
Sistema de Salud Mental Menonita, CIMA

La psiquiatría es una rama de la medicina que se encuentra en continua búsqueda de su identidad. Si pensamos en sus avances tenemos que retrotraernos a los momentos en que el psiquiatra era meramente un custodio de seres humanos. Pacientes desamparados que se manifestaban a través de conductas erráticas, percepciones distorsionadas o sencillamente como la encarnación de la infelicidad. Esos primeros colegas se conformaban con curar las heridas de esos pacientes y evitar que se hicieran daño.

Desde que Pinel le soltó los grilletes a nuestros pacientes y los dignificó con la categoría de seres humanos enfermos hasta el presente, la psiquiatría no ha cesado de evolucionar. Lo que no podíamos curar, lo describíamos con el detalle necesario para que otros vieran lo que estábamos viendo al otro lado del mundo, sin la Internet y sin fotos. Se les categorizó y surgió nuestra nomenclatura común y mundial.

Luego hicimos lo que nadie quería, hablar con los desequilibrados, reconfortarlos y desarrollar estrategias más adaptativas. Escuchándolos y escudriñándolos desarrollamos estrategias psicoterapéuticas. Posiblemente el primer antipsicótico fue la penicilina, ya que el 30% de los pacientes psiquiátricos de la época eran sifilíticos que evolucionaban hasta la locura. Experimentamos con métodos atrevidos como macerar el lóbulo frontal, crear abscesos, provocar convulsiones, depravar el sueño, controlar estímulos y mil cosas más, todas con la intención de generar conductas menos disfuncionales para encarrilar a este grupo de seres humanos marginados y reintegrarlos a la sociedad.

El Juramento de Hipócrates nos alcanzó, regulando así la investigación haciendo valer el primer postulado “primero no hacer daño”. Confrontamos el reto más difícil de nuestro aprendizaje: con la diversidad del ser humano, ¿cómo podemos lograr entender el cerebro humano y discriminar patología de estilos diferentes? ¿Cómo podemos cambiarla?

Llegan los psicofármacos. Primero por carambola vemos que alteran la conducta para bien o para mal. Este proceso –interesante por demás– era en una época como el Alka-Seltzer: “no sabemos cómo alivia pero alivia”. Por décadas los medicamentos nos guiaban el camino. Investigando cómo un fármaco alteraba la conducta, qué receptores tocaba, cuáles neurotransmisores afectaba, fuimos entendiendo el cerebro y propiciando esos cambios.

De medicamentos esencialmente sedativos o estimulantes, nos desplazamos a químicos que alteran el balance de neurorreceptores restableciendo el balance fisiológico y, por ende, devolviendo la salud mental en ese momento perdida o alterada. Intrigan el efecto placebo, el misticismo, la fe, la nutrición, el magnetismo, etc., esas estrategias que pueden lograr por sí mismas o en combinación cambios dramáticos.

Luego nos enfrascamos en tratar de producir fármacos que alteren áreas específicas del cerebro que asociamos a patologías. Le cogemos prestado a las nuevas estrategias de observación (CT scan, MRI, SPECT, etc.) y retamos al cerebro para “ver” qué prende y qué apaga. Les pedimos a los patólogos que histológicamente nos digan cuántas células más o menos hay aquí o allá, les pedimos a los fisiólogos y bioquímicos que nos identifiquen qué enzima, cofactor, mRNA, cadena proteica, etc., se está activando o desactivando.

Surgen estrategias nóveles como psicocirugía, estimular áreas con música o ejercicio, nutrir la glía, entre tantas otras. Por ello, no es casualidad que actualmente la Salud Mental sea la segunda rama de la medicina que actualmente la Salud Mental sea la segunda rama de la medicina que más fondos federales recibe para la investigación y el desarrollo de estrategias nuevas. Aun siendo la rama de mayor crecimiento y más prometedora, competimos con mundos políticos y económicos que no reconocen la salud mental como una prioridad. Se racionan los recursos y nos obligan a utilizar la tecnología del siglo pasado argumentando torpemente que “es lo mismo”.

Pero no nos conformamos, estamos desarrollando modelos con el genoma humano para, antes de intentar cualquier químico, poder predecir el resultado para el paciente. Se acaban el tanteo, los diagnósticos de impresión, la curva de aprendizaje.

Sin embargo, no es tan sencillo. Todavía nuestra tecnología no ha logrado salvar los efectos secundarios, la interacción con otros medicamentos o las comorbilidades. Particularmente, la tecnología no podrá neutralizar el libre albedrío de nuestros pacientes, de su familia o de la misma sociedad.

La sociedad moderna aspira a la felicidad, no a la mera ausencia de dolor. Independientemente de nuestro bagaje moral y ético, considero que nosotros –los psiquiatras– debemos abrazar esa aspiración. No la felicidad artificial y transitoria producto de la intoxicación, sino la que surge de la vida plena, íntegra y productiva. Elevar la felicidad a una expectativa legítima y sintonizarnos con esta sociedad para cabildear para y por nuestros pacientes.

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