TORRE DE MARFIL

Las horas finales de George Washington

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Félix Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía
de la Universidad de La Habana
ffojo@homeorthopedics.com
felixfojo@gmail.com

Por la mañana del 12 de diciembre de 1799, George Washington salió –como hacía casi todos los días después de su retiro, en 1797, de la presidencia de los Estados Unidos–, a recorrer una parte de sus tierras en Mount Vernon, Virginia, al lado del río Potomac, enfrente de la naciente ciudad que llevaría su nombre.

Llovió ligeramente esa mañana y la temperatura descendió pronto por debajo del punto de congelación; al comienzo de la tarde, una borrasca de granizo y aguanieve sorprendió al General todavía a caballo. Regresó a casa con la ropa empapada y prefirió secarse al fuego del hogar y cenar temprano antes de cambiarse. Martha Custis, su esposa, y el coronel Tobias Lear, su ayudante de campo, le instaron a vestir ropa seca. Pero Washington prefirió comer algo ligero y retirarse a su habitación que también tenía chimenea.

Washington estaba por cumplir 68 años y –al contrario a lo que muchos piensan– no fue un hombre saludable: padeció tuberculosis pulmonar antes de la Guerra de Independencia (su medio hermano, Lawrence, murió tuberculoso), tuvo difteria en un par de ocasiones, crisis disentéricas por años, malaria desde su juventud, un tumor en la cara extirpado en parte y diagnosticado como carbunclo, dolorosas hemorroides agravadas por la equitación y repetidos accesos de amigdalitis bacteriana, además de una pésima dentadura.

Pasó el día siguiente revisando papeles y conversando algo con su esposa y con Lear. Se sintió cansado, acatarrado, algo febril, con accesos de tos, pero no le dio importancia. Se fue a la cama con la puesta del sol. Durmió mal y a las 2 de la mañana despertó con fiebre alta, temblores y una evidente falta de aire. Martha llamó al Coronel Lear y este, al ver el estado de Washington, mandó buscar al Dr. James Craik, que fue su médico por varias décadas, y también, por si hiciera falta, al sangrador George Rawlins. Para las 6 de la mañana George Washington se quejó de un severo dolor de garganta que no lo dejaba hablar ni tragar líquidos. Por indicación de Craik, hicieron una sangría de 12 onzas e intentaron darle un tónico de melaza, vinagre y mantequilla que él no puede deglutir.
A las 9 de la mañana el doctor decidió emplear cantáridas (Lytta vesicatoria o mosca española) para producir ampollas en la garganta y así provocar lo que entonces denominaban contrairritación, un tratamiento complicado y doloroso que no mejora al paciente en nada. Le extrajeron unas 18 onzas de sangre y dos horas más tarde le practicaron otra sangría de una cantidad indeterminada, pero cercana a la anterior. En la tarde, Washington fue llevado a un sillón y pareció mejor por un rato. Tres horas después se volvió a sentir muy mal y lo regresaron a su lecho en peor estado, pues la falta de aire se hizo casi insoportable. Al atardecer llegó el Dr. Elisha Cullen Dick y, luego de intercambiar opiniones con el Dr. Craik, decidieron administrar un enema y té de salvia y vinagre en gárgaras, y hacer otra sangría, de 32 onzas. Localizaron al Dr. Gustavus Richard Brown quien, al llegar a la mansión, indicó un emético potente a base de calomel (cloruro de mercurio) y tártaro emético (de potasio y antimonio).

Al anochecer se repuso algo y solicitó a su esposa Martha revisar juntos su testamento. Sin embargo, viendo que la dificultad respiratoria aumentaba, les dijo a los tres médicos: “Me muero, pero no tengo miedo de irme”. Poco después perdió el conocimiento. Volvieron entonces a aplicarle cantáridas en las cuatro extremidades, en la espalda, el pecho y el abdomen. Y, aunque lo consideraron, no lo sangraron de nuevo.

A las 10 de la noche Washington murmuró “Tis, well” al oído de su fiel ayudante Lear y expiró. Junto a su lecho de muerte también estaban su esposa, el Dr. Craik, el valet Christopher Sheels y tres esclavas. Poco después, llegó a la casa el Dr. William Thornton, enviado por algunos congresistas del Capitolio, pero ya nada pudo hacer. La muerte de Washington fue atribuida, por parte de los médicos que lo trataron, a una tonsilitis y laringitis inflamatoria y supurativa, y usaron un término que incluso entonces era poco común, “cynanche trachealis”. A ninguno de ellos se le ocurrió mencionar que Washington había perdido más de dos litros y medio de sangre en menos de un día.

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