La medicina y su deuda con los copistas

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Dr. Felix J. Fojo
Ex Profesor de la
Cátedra de Cirugía
de la Universidad
de La Habana
ffojo@homeorthopedicspr.com
felixfojo@gmail.com

Leer un libro, una revista o revisar y acotar numerosos trabajos científicos en la Internet nos parece hoy algo tan común que costaría mucho trabajo imaginar que, hasta la aparición de la imprenta, toda la suma de conocimientos e ideas creadas por el hombre fueron preservadas por un exiguo puñado de hombres, casi siempre anónimos, llamados copistas, que vivieron enclaustrados en los monasterios europeos durante los oscuros y difíciles siglos a los que denominamos ahora Edad Media.

Pongamos un ejemplo: Marco Polo, el audaz veneciano que dio a conocer al mundo occidental las maravillas –algunas reales y otras exageradas o inventadas– de la lejana y misteriosa Asia, necesitó de un escriba para recopilar sus narraciones en forma de libro, pero este amanuense, prisionero como el propio Marco Polo en una cárcel genovesa, solamente hizo un libro, un original, que de no ser por los copistas se hubiera perdido irremisiblemente.

¿Quién era un copista? Generalmente se trataba de un monje, poseedor de la habilidad de copiar letras aunque no supiera leer, que con una enorme paciencia reproducía un libro palabra por palabra sobre hojas de pergamino o papel, labor que duraba meses o incluso años para terminar ¡ese solo libro! Libro que se incorporaba a las bibliotecas del propio convento, de los obispados y sedes cardenalicias o a las de reyes y personas poderosas, que muchas veces tampoco sabían leer, pero que como objeto de lujo al fin y al cabo, preservaban el libro para un futuro aún lejano. Y gracias a esa infinita paciencia monástica de los copistas pudo Gutenberg comenzar su revolución en la impresión y pudo la medicina del Renacimiento conocer y discutir, generalmente para modificarla o mejorarla, toda la obra de Hipócrates, Teofrasto, Herófilo, Glauco, Galeno, Dioscórides, Pablo de Egina, Pródromo, Avicena, Averroes, Maimónides, Arnau de Vilanova y tantos y tantos médicos de la antigüedad que componen hoy el canon clásico de la Medicina.

Pero los copistas no solo eran dueños de una enorme paciencia, sino también de una gran capacidad de resistencia y sufrimiento físico. Horas y horas de trabajo rutinario en lugares incómodos –los scriptoriums–, húmedos, fríos, en posiciones incomodísimas (incluso de rodillas cuando cometían una falta o se encomendaban a un determinado santo) y con una luz pésima, ateridos en el invierno y sofocados en el verano, con la magra y desabrida refacción que les proporcionaba el convento en el estómago y durmiendo unas pocas horas sobre camastros de paja y sacos de arpillera.

Así dejó escrito uno de ellos (que sabía leer y escribir) en el final de un libro, después de solicitar bendiciones y oraciones del futuro lector, aunque sin mencionar su nombre: “Tres dedos para escribir y todo un cuerpo para sufrir”.

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