Temas de Interés / Torre de Marfil

Isabel de Valois (1546-1568)

y sus (lamentables) médicos
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Félix J. Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía
de la Universidad de La Habana
ffojo@homeorthopedics.com
felixfojo@gmail.com

Si existe una estirpe real indiscutible, esa fue la de la princesa francesa Isabel de Valois, hija de Enrique II, rey de Francia, y de la reina Catalina de Medici. Fue bautizada como Isabel, en homenaje a la segunda hija de su padrino, nada más y nada menos que el famosísimo rey inglés Enrique VIII.

Pero ese linaje, lejos de acercarla al amor romántico y a la futura felicidad conyugal, la convertía en una muy apreciada moneda de cambio para las componendas geopolíticas y diplomáticas de la época y, en efecto, en eso se convirtió casi desde la cuna.

El padre de la princesita, Enrique II, no estaba pasando por un buen momento político y militar al arribar Isabel a su precoz, y forzada, adolescencia; en agosto de 1557 los tercios viejos españoles (napolitanos en realidad), ayudados por ingleses, alemanes, borgoñones y flamencos, habían derrotado decisivamente a las tropas francesas en la batalla de San Quintín (para conmemorarla se construyó el Monasterio del Escorial) y un año después el ejército galo fue nuevamente arrodillado en Gravelinas. Esto llevó al rey francés a considerar llegado el momento para aceptar, por lo menos por un tiempo, el predominio español y dar pasos para restablecer la paz entre ambas potencias. Y aquí es donde todas las miradas de la corte francesa, sobre todo la de los poderosos consejeros políticos y diplomáticos, se vuelven hacia la niña Isabel, de solo 13 años, ajena, por supuesto, a todos estos tejemanejes efectuados a sus espaldas y, ni que decirlo, sin su consentimiento.

¿No sería Isabel una buena prenda de paz para un monarca como Felipe II? Claro que sí; y sin tardanza se la ofrecen con el fin de acelerar la firma del tratado Cateau-Cambresis, acuerdo que resultaría muy importante, pues dio a España una hegemonía y una paz que duraron, con altibajos, hasta 1635.

Tan apurado por casar a Isabel con Felipe II estaba el rey de Francia que la boda se celebró en París, por poderes y sin haberse visto jamás las caras los novios. Así se convirtió Isabel en la esposa del Emperador Felipe II, en la reina de España y en la Princesa de la Paz, pero… ocurrió algo no muy habitual. Y es que aparentemente Felipe se enamoró realmente de la belleza y cortesía de Isabel, lo que incrementó la búsqueda del hijo varón tan deseado por todo noble en aquella época.

Pero de ese amor solo nacían niñas: en 1564 una que fue abortada, en 1566 otra que sobrevivió (Isabel Clara Eugenia), en 1567 la tercera (Catalina Micaela) y un año después la cuarta, y aquí ocurrió la debacle. Los médicos de la corte, muchos, y supuestamente los mejores del reino, no lograron diagnosticar el último embarazo de Isabel, a pesar de que estaba en el quinto mes de gestación, y estimaron en junta médica que los vómitos, la dispepsia y la fiebre eran producto de unas tercianas. La reina fue sometida, a pesar de sus negativas y vehementes protestas, a un tratamiento con sangrías extensivas, purgantes y lavativas, torniquetes apretados y prolongados, ventosas, vomitivos y cuanta brutal técnica conocían para “depurar” la sangre y el cuerpo de la reina.

El 3 de octubre la reina abortaba su cuarta hija y moría inmediatamente de agotamiento y extenuación. Tenía 22 años al expirar.

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