Temas de Interés / ARTE

Cueva de Altamira:

Capilla Sixtina del Arte Cuaternario
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Jesús María del Rincón
Retratista
delrinconportrais@gmail.com
www.delrinconportraits.com

Me encontraba tomando café con un geólogo amigo mío en una terraza de Madrid, cuando comenzó a relatarme su viaje a La Cueva de Altamira en Santillana del Mar, al norte de España.

Me dijo que fue descubierta en 1868 por un cazador, Modesto Cubillas, mientras trataba de liberar a su perro, atrapado en unas rocas. Cubillas, que cuidaba y cultivaba la finca de Marcelino Sanz de Sautuola, narró el hecho a este, quien no debió prestarle mucha atención por tratarse de una zona donde abundan cuevas. Como no le pareció importante el relato, no visitó la cueva hasta 1875.

Cuatro años después –siguió contando mi amigo– regresó D. Marcelino a Altamira, esta vez con su hija de 8 años, María Faustina. El propósito era encontrar en la entrada de la cueva algunos restos y objetos de sílex, como los que había visto en su visita a la Exposición Universal de París en 1878.

La niña se adentró en la gruta y observó unas figuras de animales en el techo, por lo que corrió a la salida a decírselo a su padre. Él entró de inmediato y quedó sorprendido al observar las pinturas. En vista de esto, Sautuola recurrió a Juan Vilanova, catedrático de Geología de la Universidad de Madrid, quien entendió que aquel era un descubrimiento especial. Su opinión fue ninguneada por los expertos franceses, que llegaron a sugerir que aquellas pinturas pudieron haber sido pintadas por el propio Sautuola, o quizás por un pintor francés que había vivido en la zona.

No obstante, uno de los críticos más virulentos de su autenticidad, Emile Cartailhac, tras visitar la cueva, escribió en 1902 un artículo en la revista L’Antropologie, titulado “Mea culpa de un escéptico”, en el cual se retractaba de su dictamen anterior. A partir de ahí y dada la autoridad de este señor, se reconoció el valor de aquellas figuras del paleolítico.

Mientras mi amigo me seguía narrando su visita, no sé cómo, pero pude ver, de súbito, una sala de la cueva, iluminada por el tuétano de unos huesos y una mecha vegetal. Observé a una veintena de personas, casi todos niños, mujeres, unos cuantos ancianos y un perro. Una niña mezclaba arcilla en un cuenco, mientras que otra trituraba carbón muy fino. De pie se encontraba una mujer no muy alta, que perfilaba en el techo la forma de un bisonte con un buril de hueso, con el cual hendía la piedra caliza. Había en la concavidad imágenes de antílopes, bisontes, caballos y cabras, e inclusive para algunas figuras se habían aprovechado las protuberancias de la piedra con el fin de obtener mayor realismo.

Era fantástico, pero la visión fue solo un flash que duró segundos, tras lo cual regresé al relato de mi amigo, quien acabó diciéndome que la cueva fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco y que fue utilizada desde hacía 35 000 años hasta los 13 000 a. C., cuando la entrada quedó sellada por un derrumbe. Como colofón mencionó que un tal Déchelette la había apodado la “Capilla Sixtina del Arte Cuaternario”.

Acabé el café y me despedí de mi entusiasmado interlocutor, aunque nunca llegué a contarle mi visión. De seguro habría pensado que desvariaba.

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