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Azincourt, el arco grande y una solución a la disentería

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Félix J. Fojo, MD
felixfojo@gmail.com
ffojo@homeorthopedics.com

La Guerra de los Cien Años no duró cien años. Comenzó en 1337 y terminó –entre otras cosas por el agotamiento de los contendientes– en 1453; por tanto, se extendió por 116 largos años.

En más de un siglo y con los bajos promedios de vida de aquella época oscura, la cantidad de personajes que pueblan el quién es quién de aquella feroz y en ocasiones salvaje conflagración es larguísima. De la despiadada e inteligente Leonor de Aquitania a la imberbe (y muy probablemente esquizofrénica) Juana de Arco, traicionada por los franceses y quemada por los ingleses en Rouen, en 1431; de Enrique II Plantagenet al estratega y cruel guerrero Enrique V, armado caballero en el campo de batalla a los doce años de edad y vuelto a armar caballero varios años después por méritos de guerra… Y podríamos continuar citando nombres que han pasado de la historia a la literatura, al teatro, a la pintura, al cine y al imaginario popular: Pedro el Cruel, el Príncipe Negro, Felipe de Borgoña y, así, una larguísima lista.

Algunas batallas de la Guerra de los Cien Años se siguen estudiando, tanto por su importancia histórica como por las apreciaciones tácticas que de ellas se derivan. Ese es el caso de Crecy (1346), donde los arqueros ingleses demostraron, por primera, pero no por última vez, su superioridad sobre los fuertemente acorazados, pero lentos y torpes, caballeros franceses.

Pero hoy nos interesa Azincourt (o Agincourt), terminada fulgurantemente en solo 30 minutos de la mañana del 25 de octubre de 1415 en un campo espinoso y pelado cerca de la minúscula villa del mismo nombre.

Fue una catástrofe para las armas francesas y una victoria absoluta –aunque un tanto pírrica– para el pequeño contingente inglés que había invadido el continente.

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Battalla de Azincourt, en Chroniques d’Enguerrand de Monstrelet, siglo XV

Una vez más, unos mil arqueros ingleses, bien provistos de flechas para sus grandes arcos de batalla –los mismos largos arcos que inmortalizaría Robin Hood– a las órdenes del rey Enrique V, de 27 años de edad, destrozaron inmisericordemente a una enorme falange de caballeros franceses (el ejército francés superaba en 3 a 5 veces en número al inglés) montando sus enormes caballos de guerra y vistiendo sus armaduras de casi 50 kilos de peso, sembrando la muerte y la desolación en aquel campo ya de por sí lúgubre.

Pero hubo algo más. Los ingleses estaban casi de retirada debido a la disentería, que los había diezmado y agotado antes de la batalla. Fue entonces cuando el audaz Enrique V ordenó que sus arqueros pelearan desnudos de la cintura para abajo, lo que les permitiría defecar al mismo tiempo que disparar como solo ellos sabían hacer.

Casi ningún arquero, a despecho de sus ridículas desnudeces, fue muerto por las armas francesas, pero aquellos hombres sin ropa, con sus vergüenzas al aire, cambiaron la historia militar para siempre.

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