Torre de marfil

Las manos de Paganini

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Félix Fojo, MD
Ex Profesor de la Cátedra de Cirugía
de la Universidad de La Habana
ffojo@homeorthopedics.com
felixfojo@gmail.com

Si se pregunta a un grupo cualquiera de personas informadas quién fue el mejor violinista de todos los tiempos, lo más probable es que el consenso señale a una figura ya lejana y un poco mitológica llamada Niccolló (o Nicolás) Paganini.

Paganini nació en Génova en 1782 y murió en Niza en 1840. Si bien se presentó en público tocando violín a los 9 años, no fue hasta después de cumplir los 30 cuando comenzó a ser considerado un virtuoso. Y de ahí en adelante se convirtió muy rápidamente en una figura icónica de la música europea, algo equivalente a una superestrella actual del rock. El éxito fulminante y sin parangón lo convirtió en millonario y también en una persona retraída y antisocial, salvo para algunas mujeres jóvenes y para el alcohol, que consumía en grandes cantidades.

Su extraordinario éxito no fue gratuito y tuvo más de una explicación. En primer lugar, se debió a su talento musical excelso, que supo promover y mercadear con alardes de un virtuosismo interpretativo, único en su época. Se dice que rompía a propósito 2 o 3 cuerdas de su violín, llamado Il Cannone, para continuar tocando como si nada hubiera ocurrido y obtener notas increíblemente difíciles y bellísimas. Mientras tanto el público, que pagaba grandes sumas por verlo, deliraba. Las crisis de nervios y desmayos de las muchachas y mujeres que asistían a sus conciertos eran comunes. Así, Elvis Presley y Los Beatles fueron continuadores de ese Paganini mediático. Quizás él mismo dejó correr la voz de que alcanzaba en ocasiones una mítica “nota 13” que fue un regalo de la naturaleza o, según algunos, del propio Satanás, con el que, se decía, su madre –después de un sueño premonitorio– había hecho un pacto. Esto último se sigue debatiendo hoy.

En segundo lugar, su gran celebridad se debió a su extraña y chocante imagen personal: irreverente, taciturno, mal vestido (a propósito), prematuramente envejecido, alto, delgado casi hasta la caquexia, algo jorobado, de pecho plano y cuello largo como un ganso, feo, de cabello lacio, negro azabache y ralo, de piel pálida, cadavérico (fue descrito como un tipo de vampiro), sin dientes (los abscesos maxilares habían acabado con ellos), de voz cavernosa y afónico, de ojos protuberantes y con un brillo salvaje que se acentuaba al tocar, de pies desproporcionadamente grandes y... unas manos que no parecían humanas. Estas fueron descritas así por uno de sus médicos: “La mano de Paganini, aunque de tamaño normal, tiene la capacidad de extenderse al doble debido a la elasticidad de los ligamentos de los hombros, la muñeca y las falanges; la izquierda –con la que tocaba las cuerdas– tiene una extraordinaria flexibilidad articular que le permite, sin cambiar de posición, moverse en forma lateral sin tensión anormal, con facilidad, precisión y rapidez”. Muchos atestiguaban que podía tocar el dorso de su mano con la uña del dedo pulgar del mismo lado.

Pero la verdad es que Niccolló Paganini –fuera de sus extraordinarios talentos musicales– fue también un hombre frágil, atormentado y muy enfermo. Murió a causa de una hemoptisis producida por la tuberculosis que padeció por más de una década; pero la enfermedad que más lo amargó fue la sífilis, que adquirió de joven (le fascinaban las prostitutas) y que lo llevó a largos tratamientos con mercuriales que le dañaron los riñones y el aparato digestivo.

Además de consuetudinario juerguista y alcohólico, fue un adicto al opio, lo que lo mantenía en un casi constante letargo del que solo salía cuando tomaba su violín y tocaba. ¿Y las manos? Pues se ha discutido siempre –y su físico parece comprobarlo– que presentaba un síndrome de Marfan o uno de Ehlers Danlos (EDS). Condiciones ambas, una u otra, que le ayudaron a ser la estrella que fue. Dudamos del susodicho pacto con “el Maligno”, pero lo cierto es que la iglesia católica le negó, a morir, el entierro en tierra consagrada. ¡Por si acaso!

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